15.7.07

Visita a Santa Mónica (Parte I)

Había conseguido una falda prestada, nunca me gustó usarlas y no tenía ni una sola en el armario. Esas eran las normas del lugar: ingresar usando falda, no minifaldas, no escotes, no zapatos altos, no capuchas, nada color negro o rojo. Pensé que algunas de estas indicaciones podrían tener sentido teniendo en cuenta el contexto del lugar, sin embargo otras se me hacían absurdas. Luego comprendería el porqué del “no negro no rojo”: eran los colores del MRTA.

Ingresé al penal de mujeres de máxima seguridad de Chorrillos cerca de las 12:30 del día. Luego de dar el primer paso, el grueso portón de metal se cerró y tuve esa extraña sensación de arrepentimiento que podría embargar a un niño frente a la montaña rusa con el boleto entre las manos. Me habían hecho todo tipo de advertencias, recomendaciones y comentarios sobre la realidad que encontraría en un lugar como ese, en un pabellón en donde viven recluidas, acusadas de terrorismo, dirigentes y militantes del MRTA y Sendero Luminoso.

El nerviosismo al momento de la minuciosa revisión era inminente. Desde los bolsillos hasta cada carné dentro de la billetera. Para mi mala suerte, algunas de mis pertenencias fueron catalogadas como prohibidas, celular, llaves, carnés y una capucha. Ante la negativa y el gesto intransigente de la custodia no me quedó otra que dejar mis cosas en una tienda de abarrotes cercana al penal y confiar en la palabra de un joven tendero a quien nunca antes había visto.

Caminé de vuelta al penal intentando convencerme de que el rostro del tendero realmente me había inspirado confianza. Pensando en ello, pasé por una última revisión y se me abrió un portón de metal del que colgaba un candado cuyas dimensiones no había imaginado. Mi bolso se sintió ligero, sólo logré pasar tres cosas: una libreta, un lapicero y una bolsita con frutas, pues la visita no debe llegar con las manos vacías.

Un sello en mi muñeca derecha indicaba mi destino: “Pabellón A”. Ese era el primer pabellón a la vista, por lo que no fue difícil encontrarlo. Luego de la presentación y el saludo a la carcelera, ésta tiró del cerrojo y empujó la pesada reja, que aún no se terminaba de abrir cuando oí una voz: “Visita para Nancy Gilvonio”. Entonces se puso de pie la esposa de Néstor Cerpa Cartolini, otrora líder del MRTA. Ingresé al patio de visitas y el nerviosismo se desvaneció de pronto, se convirtió en una mezcla de curiosidad y compasión que no logro definir aún.

Allí estaba Nancy, la saludé y le entregué la bolsa de fruta sin decir una palabra, en un acto casi inconciente producto de mi asombro al verla tan frágil, con la mirada perdida intentando ser amable y notoriamente agradecida por la visita. La noche anterior había imaginado a la esposa de Cerpa Cartolini, como una señora algo mayor, descuidada, de mirada dura y resentida. Lo que encontré allí desvirtuaba todo tipo de preconceptos.

Nancy Gilvonio Conde, fue apresada en 1995, durante la frustrada toma del Congreso de la República por parte de miembros del MRTA. Cuando la vi, Nancy llevaba ya 12 años presa. Su mirada vacía y su rostro reflejaban no sólo ese largo encierro sino los maltratos y la crudeza en la que vive una mujer que decidió llevar una vida de violencia y clandestinidad, y cuya vehemencia le hizo volcar todo su ser en la lucha armada. Pero, por más que intentaba, no podía imaginarla con un fusil y un pasamontañas.

Luego de entregarle la bolsa con frutas, nos saludamos con la familiaridad que dan un beso en la mejilla y un abrazo moderado. Unos segundos después Nancy me propuso subir a conocer su celda y las de sus compañeras emerretistas, con la confianza de quien te invita a pasar a su casa. Iba por las escaleras y en ese momento cada cosa pequeña se convertía en trascendente, porque estábamos en un penal y porque la mayoría de aquellas mujeres llevaba alrededor de diez años allí. Coches de bebé por todos lados, cuadros pintados por ellas, cerámicas, repisas colmadas de libros, todas estas improvisadas con madera y soga atadas a los barrotes de sus celdas.

El excesivo tiempo libre y el miedo a la inactividad eran algo que saltaba a la vista y se reflejaba en la cantidad de manualidades y adornos que colgaban de los muros. Tratando de convertir los fríos pasillos en una cálida vecindad, habían colocado bancas, cortinas, peluches y cuadros. Un horno eléctrico en el piso, con el cual casi tropiezo, terminaba de cocinar un keke que sería el regalo para una de las compañeras por su cumpleaños. Más adelante, logré captar una imagen que para mí significó la paradoja más triste: un muñeco colgante con una amplia sonrisa se sostenía del pesado candado en la cerradura de una de las celdas.

Desde mi sesgada perspectiva de estudiante limeña que goza de su derecho a la libertad, esas celdas no median más de 2 metros de ancho por 3 de largo, y el delgado colchón sobre los camarotes de cemento no podría causar menos que un dolor crónico de columna. Cada dos reclusas compartían una sola celda con un camarote, tener cada una su propia cama era para ellas suficiente. Antes, en tiempos fujimoristas, esa misma celda había albergado a 6 mujeres, durmiendo dos en cada cama y dos más en el suelo.

Después de esa veloz primera impresión y luego de saludar a algunas compañeras de Nancy, desconocidas para mí, bajamos al patio de visitas. Allí pude conocer a un personaje cuyo nombre se me hacía familiar, era Lucero Cumpa. Yo tenía diez años cuando ella fue capturada, y aún cuando no reconocí su rostro, sí tengo en un nebuloso recuerdo la voz de los noticieros anunciando su captura. Quizá en aquel mes de julio del 93, mientras yo me alistaba para ir al colegio, Lucero era trasladada hacia la Base Naval del Callao.

Nos sentamos en una mesa en el patio, cerca de los tendederos de ropa, de las macetas y de una radio de la cual salía una cumbia que contrastó con la conversación. Lucero tomó asiento al lado de Nancy, frente a mí. Aún cuando inicialmente mi inquietud y mis preguntas estaban orientadas hacia la esposa de Cerpa Cartolini, no pude evitar seguir con atención las palabras de Lucero, que con gran ímpetu comenzó a explicarme las raíces ideológicas del MRTA y las diferencias de éste con Sendero Luminoso. Me sentí en una clase de adoctrinamiento y por un momento ansié contradecir sus palabras en mi mente, en un iluso intento por proteger mis paradigmas éticos.

Comenzó por el maoísmo y terminó por el ché Guevara, renegando del mesianismo de Abimael Guzmán y ensalzando el compañerismo y la apertura de la agrupación de la que un día fue dirigente. “En el MRTA al líder lo hacía el pueblo, no se autoelegía”, me comentó orgullosa, con un brillo en los ojos que estoy segura provenía del recuerdo de aquellos tiempos de libertad. Lucero hizo la mímica de ponerse el pasamontañas y se quedó quieta durante un par de segundos. A partir de ese instante comenzó a revivir los momentos precisos de su última reunión emerretista.

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